Opinión

El Populismo Punitivo

Por Charles Albino

A partir de la década de los ochenta ha habido un endurecimiento de las legislaciones penales y un crecimiento muy acentuado de la población encarcelada. El autor que quizás ha procurado una explicación más completa del surgimiento de una nueva “cultura del control” en la década de los ochenta es Garland (2001a). En opinión de este autor se ha producido un viraje en la política criminal de control del delito y trato del delincuente. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial la respuesta estándar a los problemas de delitos y delincuencia —y a la mayoría de problemas sociales— era una combinación de trabajo social, reforma social, tratamiento profesional y recursos sociales (Garland, 2001a:39).  Este modelo ha sido sustituido por una nueva “cultura del control” (Garland, 2001a) o más gráficamente por una época caracterizada por un “populismo punitivo” (Bottoms, 1995:39).

En opinión de este último autor, populismo punitivo se refiere a cuando el uso del derecho penal por los gobernantes aparece guiado por tres asunciones: a)- Que mayores penas pueden reducir el delito; b)- Que las penas ayudan a reforzar el consenso moral existente en la sociedad; y c)- Que hay unas ganancias electorales producto de este uso.  En la misma línea diversos autores afirman que se ha pasado de un modelo que perseguía el orden social a través del Estado social (social welfare) a un modelo que persigue este objetivo a través del control social (social control) (Beckett/Western, 2000). Aun con distinta expresión pero redundando en la misma idea se esgrime el concepto popularizado por Simón (1997) que ha denominado a este proceder, de afrontar los problemas sociales con el recurso prioritario al sistema penal, “gobernar a través del delito”(governing through crime ).

El viraje de un modelo punitivo orientado a la resocialización a un modelo penal basado en la incapacitación puede observarse, en opinión de Garland (2001a:8-20), en los siguientes indicadores:

  1. La crisis del ideal resocializador.
  2. El resurgimiento de las sanciones punitivas y degradantes.
  3. El aumento de un clima punitivo entre la población
  4. El retorno de la víctima.
  5. Se privilegia la protección pública;
  6. La politización y uso electoral de los temas referidos al delito y al sistema penal.
  7. La reafirmación de la prisión como medio de conseguir la incapacitación de las personas que delinquen.
  8. La transformación del pensamiento criminológico
  9. La delegación de las tareas del control del delito
  10. La privatización de las tareas de control del delito y su comercialización.

En síntesis puede decirse que se ha pasado de un modelo basado en la resocialización a un modelo que persigue la incapacitación de los delincuentes.  Incapacitación implica intentar que alguien sea incapaz de delinquir. Conlleva el giro de una política criminal dirigida a cambiar los factores motivacionales del infractor por otra política criminal dirigida a reducir las oportunidades de delinquir. La mejor introducción puede leerse en Zimring-Hawkins (1995).

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ACTUALIDAD DEL POPULISMO PUNITIVO:

El populismo punitivo se ha puesto en marcha, recogida de firmas mediante, para explotar las inseguridades colectivas y restringir así libertades fundamentales. El énfasis en el castigo no debe desviar la atención de las obligaciones del Estado de prevención, reparación y garantía de no repetición.

Las reformas endurecedoras del Código Penal han sido presentadas como auténticas conquistas sociales, que obedecían a la necesidad de adaptación a las nuevas formas de delincuencia, de amparar los derechos de las víctimas y de atender la repulsa social contra determinados crímenes. En la más pura lógica del marketing punitivista, estos debates se han acompañado de recogidas de firmas millonarias reclamando “mano dura” e, incluso, con apariciones de familiares de algunas de las víctimas bendiciendo el endurecimiento penal. La última vuelta de tuerca represiva, la incorporación de la “prisión permanente revisable”, ha generado una intensa polémica, que se ha reavivado.

Para situarnos, es útil adentrarnos en el fenómeno del “populismo punitivo”: fórmula política y penal que se contextualiza en la expansión neoliberal, la quiebra del Estado del bienestar y el auge del neoconservadurismo. El “populismo punitivo” se define como la estrategia ideológica, manipuladora y reaccionaria del Estado de explotar las inseguridades de la colectividad para neutralizar ciertos debates sociales y criminalizar selectivamente ciertas conductas y sectores sociales para ir restringiendo libertades fundamentales. Este cambio de paradigma, de pasar de asegurar el orden social a través del control en lugar de a través del Estado social, fue definido en 2011 por Garland como “gobernanza a través del delito”.

¿PORQUÉ FUNCIONA TAN BIEN LA FÓRMULA PUNITIVISTA?

Una de las claves de su éxito permanente es la de su habilidad comunicativa. Esta cumple con la mayoría de parámetros con los que Chomsky definía la manipulación informativa: genera un efecto balsámico al ofrecer soluciones fáciles y rápidas ante un fenómeno complejo, selecciona los problemas a los que dará relevancia, introduce medidas de forma gradual, provoca respuestas emocionales, oculta datos objetivos y opiniones expertas y apela a los análisis oficialistas sobre la materia. Nuestra era de la post verdad es terreno fértil para su proliferación. Desde la criminología crítica, referentes como Larrauri, que ha analizado en profundidad el “populismo punitivo”, nos ayudan a diseccionar cómo operan sus ejes ideológicos.

El primero de ellos pasa por el abandono del ideal resocializador, legitimando la neutralización del infractor. Para ello, se despolitiza la delincuencia redefiniéndola como un acto de responsabilidad individual. Se deshumaniza el “delincuente”, ese “otro” que se autoexcluye voluntariamente. A la transgresión de la norma se le añade el reproche moral de haber traicionado el bienestar colectivo, neutralizando así cualquier atisbo de empatía. Su representación adopta formas más sofisticadas y peligrosas, pasando a la categoría de enemigo del que la “mayoría” tiene derecho a defenderse. También muta la significación política del delito que pone el foco en la delincuencia menor y el incivismo, desviando la atención de otros delitos más nocivos. A pesar de su reconocida incapacidad para ello, la cárcel y la severidad de las penas se presentan como la forma más eficaz para frenar la delincuencia. 

El segundo eje pasa por el uso electoralista de la lucha contra el delito y la inseguridad. Se distorsiona la realidad proyectando un auge de la delincuencia y la impunidad o insignificancia de las penas que se aplican. Algunos estudios ilustran cómo el poder político crea estado de opinión focalizando el interés en determinadas problemáticas. La construcción de los problemas sociales en clave delictiva evita que el Estado se responsabilice de las consecuencias de sus políticas y ofrecer una solución tangible: el castigo al “delincuente”. Se genera un aliviante efecto balsámico al ofrecer un chivo expiatorio contra el que proyectar toda la indignación y la ansiedad que generan las actuales condiciones de vida. 

El endurecimiento del sistema represivo se legitima sobre un pseudomandato democrático, surgido de la obligación de atender las demandas sociales mayoritarias, por muy vindicativas que sean. Ello facilita el consenso y la obtención del beneplácito político de derechas e izquierdas. Detrás de esta idea se esconde el modelo de Estado liberal, que ancla el carácter democrático de sus decisiones en la representatividad de la mayoría, frente al Estado social constitucionalista, que se fundamenta en el respeto a los derechos fundamentales.

El tercer eje pasa por la instrumentalización del dolor de las víctimas y de las supervivientes y de la empatía social que suscitan. El punitivismo se presenta como abanderado de sus derechos, otorgándoles el lugar destacado que se merecen en el sistema penal y en la promulgación de leyes. Los derechos de las víctimas se presentan en una aritmética engañosa: la concesión de derechos a los infractores va en detrimento de los derechos de las mismas, negándoles la obtención de justicia y reparación. Con ello, se apropian y distorsionan las reivindicaciones de las víctimas y supervivientes del delito que, por cierto, ni tan siquiera son las que más ansias punitivas presentan.

Todos estamos familiarizados con el populismo político y sus consecuencias. Las reformas económicas estructurales emprendidas a partir de los 80 y el hegemónico discurso político neoliberal han terminado de desacreditarlo, a pesar de lo que pudiera indicar el renacimiento de la izquierda populista (Chávez, Evo Morales y Kirchner). Lo interesante es que, aún en los países en donde se han asentado las reformas neoliberales (Europa y Chile, por citar dos ejemplos), el único populismo que no ha sido desterrado de la arena pública es el “populismo penal.

La expresión populismo penal ha sido popularizada por el jurista francés Denis Salas. Con ella se alude a la estrategia que despliegan los actores políticos y del sistema penal cuando hay problemas de inseguridad ciudadana y que consiste en calmar el clamor popular mediante apelaciones al aumento de las penas, el endurecimiento de los castigos, la disminución de la imputabilidad penal juvenil, y una serie de leyes que posteriormente, a la hora de la implementación, no tienen un impacto real en la prevención y disminución del delito.

La República Dominicana no escapa al influjo del populismo penal como se evidencia claramente en los reclamos por una modificación del Código Procesal Penal, por el restablecimiento de la pena de muerte, la propuesta de las castración química como sanción contra los agresores sexuales, la solicitud de que los menores de edad sean juzgados como adultos, y, en sentido general, el clamor por “mano dura” en la policía. El populismo penal como discurso y como práctica se radicaliza cuando se mezcla con una serie de tendencias y hábitos institucionales y culturales que caracterizan el sistema penal dominicano, como son: 

1. El decisionismo judicial. Muchos jueces penales, a pesar de que la obligación de motivar es de carácter constitucional y de que ha sido consagrado en la Resolución 1920-2003 de la Suprema Corte de Justicia, fallan intuitivamente los casos, sin tomar en cuenta las pruebas y sin resistirse a la presión popular o del aparato burocrático en aras de conservar sus puestos. Otros son influidos por las líneas que bajan los voceros de la judicatura o las organizaciones ciudadanas que presionan en los tribunales por sus políticas públicas en detrimento de la independencia y la imparcialidad judicial.

2. La criminalización de los pobres y los excluidos.  El sistema penal activa y perpetúa una criminalización selectiva en base a estereotipos donde los segmentos sociales más pobres y excluidos resultan ser los sospechosos habituales.

3. La deshumanización de los infractores. Los cambios legislativos que proponen los populistas penales asumen a la ley como simple mecanismo de comunicación, lo cual demuestra que estamos en presencia de una sobrepuja demagógica más que ante un legislador preocupado por la aplicación efectiva de las disposiciones votadas. Como se desea responder a la expectativa de las víctimas, se tolera la deshumanización de los autores, los que son sistemáticamente asimilados a los monstruos”, “predadores, en fin enemigos de la sociedad. Todo esto es legitimado por un discurso penal autoritario del Derecho penal del enemigo (Jakobs) que debe ser rechazado por los más liberales como nos advierte Zaffaroni.

4. La expansión del Derecho Penal. El Derecho Penal aparece en el populismo penal no como la ultima ratio sino como el mecanismo ideal para ordenar la sociedad. Por eso se sancionan desde los delitos bagatela hasta aquellas conductas que bastaría con que fuesen reprimidas civil o administrativamente para que se alcanzasen los objetivos de pacificación social del ordenamiento.

Ante este populismo penal, sólo podemos insistir en que desde el Derecho Penal no es posible cambiar la sociedad. A fin de cuentas, no puede haber fundamento jurídico de la pena a nivel nacional como no puede haberlo de la guerra en el plano internacional. Por eso, el Derecho Penal sólo puede tener por misión humanizar la acción punitiva de las agencias estatales. Su función es y solo puede ser limitar el poder punitivo del Estado y evitar que éste termine erosionando las garantías últimas del Estado de Derecho. Es, como afirma Zaffaroni,“un apéndice indispensable del derecho constitucional de todo estado constitucional de derecho, que protege a las víctimas y a los presuntos inocentes que quedan atrapados en las redes del sistema penal.

En conclusión, es legítimo, comprensible y respetable que desde el dolor se pueda reivindicar “mano dura” contra los victimarios, pero la empatía y solidaridad con las víctimas y con las supervivientes no nos puede llevar a aceptar que el Estado guie su política criminal en relación a ello. El Derecho Penal no puede prescindir del sistema de garantías que le estructura ni fundamentar su acción en la peligrosidad en lugar de la culpabilidad. Apartarnos de esta concepción nos aboca a asumir la neutralización de individuos y la imposición de penas inhumanas y degradantes, incompatibles con la dignidad personal y con los Derechos Humanos, los mismos que exigimos que se nos respeten.En definitiva, debemos tener cuidado con las propuestas que buscan obtener un consenso fácil sobre el castigo que debe ser impuesto a los “culpables”, pues se tratan de medidas que a todas luces desconocen las funciones de un Estado Social y Democrático de Derecho y que, además, transforman el sistema penal en un proceso inquisidor sin ningún tipo de formalismo garantista. El mejor remedio para el populismo punitivo y, sobre todo, para optimizar el sistema penal es el garantismo, el cual aboga por el respeto de las garantías como mecanismo para controlar el poder, ya sea público o privado, y para limitar las decisiones arbitrarias

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